Autorretrato: Las Manos*

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Mi padre me dijo: «No
te vayas, hijo querido.
Tu madre está enferma y yo
estoy más muerto que vivo.

Pero yo no escuché nunca
nada de lo que él me dijo,
y por las calles del mundo
anduve como un perdido.

 
El Hijo Arrepentido
Nicanor Parra

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*Cuento autobiográfico
*Sucesos de Junio de 2010


          Las otrora tibias y robustas manos de mi abuela ahora se reducían a unos bultos fríos y esqueléticos. Su pecho huesudo y el rigor mortis me hacen sentir que poso mi cabeza sobre una roca. Aun sabiendo que es inútil recibir respuesta de su parte, como Aladino froto su rostro tratando de buscarla. Restriego mis mejillas contras las suyas, pongo sus manos sobre mi cabeza, las paso por mi pelo cual si me acariciara, como lo hiciese cuando era pequeño, cuando con sus dedos mojados me alaciaba los cabellos rebeldes, y con paciencia de santa me pasaba el cepillo de cerdas tupidas por la cabeza. Después, frotaba mi mejilla con su palma cálida y sus dedos carnosos antes de despedirme para ir a la escuela. Ahora al dejar caer sus dedos sobre mi cara, se sienten helados como témpanos y puntiagudos como espinas. ¿De dónde surgió esta realidad infame? ¿De dónde esta conclusión lastimera a mis ruegos maternales? Estoy aquí sin estar, sin embargo percibo y siento como no lo había hecho en mucho tiempo. Mas me convenzo que es mi mente ebria de sin razón la que ha creado esta realidad maldita. Es un sueño y nada mas…

          Nada podrá borrar de mi memoria su voz quebrada y sus ojos húmedos al verme sentado a su lado al tiempo que le describía la agonía marcada por los fierros retorcidos por la que pasé. ––– ¡Que bueno que nos volvimos a ver, hijo! –– me dijo en llanto. Ninguna otra palabra fue para mi mas sincera y sentida que la de aquella anciana. Voy a explicar aquí, si se me permite, el transfondo de ésta aseveración tan tajante. Nadie mas, exceptuando mi madre, sentiría tanta pena por mi ausencia como la sentiría mi anciana abuela, quien fuera custodia de mis tiernos ayeres de la infancia.

          Poco nos duraría la alegría del reencuentro, pues pronto entraría a una larga carrera contra la muerte, y a la par del desarrollo de esta pelea desigual, yo caería presa de una sustancia maldita parecida a los nepenthes que describiera Homero en su Odisea, la cual de día me mantenía en un sopor indestructible, un permanente estado onírico, una muerte en vida; y de noche (cuando podía conciliar el sueño, pues en veces pasaba noches enteras en vela) me hacia soñar con temibles espantos, o con terribles escenarios en los que era perseguido en laberintos oscuros por monstruos dantescos, o estar atrapado sin salida en casas en ruinas. Es así que al irme a la cama era preso de angustias sin fin por el temor que me producían mis ensoñaciones. Al despertar de estas pequeñas probadas del infierno en los que aun soñando, creía haber estado despierto, aliviado me repetía a mi mismo “es un sueño y nada mas”, para después volver a mi letargo diurno, a no sentir el dolor ni el placer, a estar mas muerto que vivo.

          Por éste tiempo yo no comprendía francamente ni como me llamaba, y si la pobre anciana en un último momento de lucidez me dirigió algunas palabras en alguna visita a su cama de hospital, fue porque hube llegado a éste casi arrastrándome en un estado sonámbulo, sin plena conciencia de mis actos. No pocas veces  maldije a la maligna sustancia que me había convertido en un verdadero despojo, mas al tratar de dejarla perdía completamente el dominio sobre mi mismo, y me convertía en una piltrafa peor de la que ya era.

          Mas a pesar de mi enajenación, recuerdo como con el paso de los días su cuerpo se fue enflacando hasta quedar prácticamente la carne pegada al hueso. ¡Que horrible imagen la que veían mis ojos! Aun así, con inocencia de infante esperaba poder despertar pronto de la que para mi era una pesadilla mas. “Es de noche. Es un sueño y nada mas…

          Luego de un par de meses de luchar en vano, mi anciana abuela volvería al hogar. Pocos días permanecería en él, pues finalmente el tiempo y su marcha inexorable cumplirían su cometido. Al entrar a su habitación la miré bien muerta tendida sobre su cama. Y yo, que hube estado muerto en vida por fin derramé las lágrimas que por tanto tiempo estuvieron reprimidas. Su huesudo pecho se me entierra en las mejillas. Muevo sus manos esqueléticas y me peino yo mismo con sus dedos los cabellos rebeldes, me acaricio el rostro con sus dedos, como lo hacia ella cuando era un pequeño. Sus otrora tibias y robustas manos ahora se reducían a bultos fríos y esqueléticos. Perfectamente bien. Todo es cosa de esperar a que pase esta mala hora. Es un sueño y nada mas…



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Autorretrato: El Hondo Sueño*



Pero tanto sofoco en el vacío
cesará. Gozaré de apariciones
que atajarán el vergonzante empeño

de henchir tu ausencia con mi desvarío.
¡Realidad, realidad, no me abandones
para soñar mejor el hondo sueño!


Jorge Guillén.



          *Cuento autobiográfico.
          *Escrito en Abril de 2010.

          De pronto me encontré a mitad de la calle, una calle larga que parecía no tener fin, y gris, gris como cenizas. Al observarme a mi mismo, me di cuenta que toda mi ropa era oscura, al igual que mi piel. En el ambiente flotaba una negrura como de eclipse. Me siento ansioso y mi respiración se agita cada vez más. A lo lejos sobre la acera, distingo a Ro, Ka, Mb, Pt y Cy. Todas forman un círculo y charlan entre sí. Cruzo la calle para unírmeles. Las noto tranquilas. Es tanta su serenidad que me desespera, casi me lleva a la rabia. Ellas parecen no percatarse siquiera de mi presencia, excepto Ro, que hace una pausa en la charla para mirarme fijamente a los ojos, pero al tiempo vuelve a la conversación con las demás.

          Aun estando ellas presentes, siento como si estuviera completamente solo en ese mundo grisáceo y opaco. De pronto apareces tú, querida M, saliendo de la nada como un espíritu, y te unes al círculo que ellas forman, pero nadie te ve. Me doy cuenta de ello pues ni siquiera voltean el rostro para saludarte. Te noto tranquila y radiante. Rayos de luz son los que salen de tu blusa amarilla como el sol, hacia los cuatro puntos cardinales.

          Todas participan de la conversación. Todas hablan menos tu, pues nadie puede verte. Solo yo te veo, clara y radiante frente a mí. Desesperado, trato de comunicarles a ellas que tú has llegado, pero mis intentos son vanos. Me observas con un dejo de ternura. No dejas de irradiar paz, la cual cae en mí como un bálsamo.

          Ahora que tú estas estoy más tranquilo, y así me doy cuenta que ellas sabían de antemano que vendrías, pues desde un principio habían dejado ese espacio libre en su circulo para que al regresar lo ocuparas. Entonces me acerco a ti, te hablo pero tú permaneces callada. Te hablo sin parar, mas tú, querida M, solo me observas, tranquila y serena. Las demás me ven como si me hubiese vuelto loco, pues para ellas pareciese que le hablo al viento.

“Recuerdas esto”,  “Recuerdas aquello”,  “¡Recuerdas!”,  “¿Recuerdas?”.

          Y tú solo me observas, con tu pupila perfecta. Por fin me callo, y sin palabras me haces saber que ya te marchas. Extiendes tus brazos para abrazarme, y como un niño me acurruco en ti. Me prendo muy fuertemente a tus brazos de los cuales parecen salir brillantes astros luminosos. Una dulce luz inagotable me envuelve y desaparece la ansiedad y la angustia de antes. Ahora todo es paz.

          De forma repentina un tremendo impacto me arroja lejos de ahí, lejos de ti. Abro los ojos y distingo mi lámpara, mi mesa de noche, mi ropa tirada en el suelo. ¡Que vacío me he quedado, que vacío tan profundo! Vuelvo a cerrar los ojos deseando volver a ti, deseando no estar aquí en esta cama, deseando haberme ido contigo, deseando morir en tus brazos de luz durante el hondo sueño.

LA GUARDIANA*

          *Cuento autobiográfico.
          *Escrito en Mayo de 2008.


          Fue un domingo de mayo cuando ocurrió su muerte, forzada y anunciada. La eutanasia puso fin a las noches de sufrimiento, no solo de ella, sino de la familia entera. Displacia de cadera, artritis, cataratas, y la pesada carga de llevar más de una década deambulando por el mundo, fue el diagnóstico. ---Tiene alrededor de 13 años, a juzgar por el estado de sus dientes---, dijo la veterinaria que la atendió en esa última semana fatal. La verdad es que nunca sabremos su edad exacta, donde nació, las correrías que tuvo en sus primeros años de vida, ni las aventuras y experiencias que la llevaron a ser lo que nosotros conocimos, que no fue poco ni malo.

          Llegó por su propio pie al hogar hacía aproximadamente 6 o 7 años. Como tantos otros animales que habían albergado mis abuelos, llegó sin esperanza, hambrienta, sedienta, maloliente y triste, y al igual que las mascotas que la predecedieron, se quedó por el afecto y el calor de hogar que le brindaron. Por ese tiempo, mi sobrino tendría alrededor de un año y unos meses de edad, la edad suficiente para poder hablar y bautizar a la perra con el nombre que esta llevaría la segunda mitad de su vida: Canica.

          El animal se ganó el afecto de todos por igual. Hasta yo que odio a los perros llegué a quererla y sufrí su muerte al igual que todos. Fue el vivo ejemplo de la fidelidad y la gratitud. Recuerdo verla caminar al lado de mi hermana y mi sobrino rumbo a la primaria. Eso hacia todos los días, a donde iba el niño, allí iba la perra, como su sombra, su escudo protector. En la época en que la familia aun vivía en la patria, mi padre llegaba del trabajo pasada la medianoche. Como mucho tiempo estuvo sin auto, tenia que caminar varias cuadras desde la parada del camión hasta la casa. Canica lo esperaba siempre, noche a noche, en la parada de autobús y no descansaba hasta verlo llegar. El ritual se repetía todas las noches a la misma hora.

          Los años de la perra a nuestro lado los pasó feliz. Si bien no vivía holgadamente, pues comía las sobras y su lecho eran unos trapos viejos a la puerta de la casa de mis abuelos, cariño, afecto y compañía nunca le faltaron. Solía levantarse tarde, odiaba madrugar. Cuando se desemperezaba, corría con los otros perros del barrio, perseguían autos que pasaban y ladraban como locos sin parar. Cuando los rayos del sol quemaban, se tiraba panza arriba debajo de la pick-up de mi abuelo. Así permanecía hasta que caía la tarde. Entonces ella y mis abuelos solían sentarse en la banqueta a disfrutar del fresco vespertino. Canica permanecía sentada en su regazo. A mi me encantaba volver a mi casa cada viernes, y ver que canica no me había olvidado. Me movía la cola y en ocasiones se tiraba boca arriba para que le acariciara la panza. Odiaba dormir temprano, y es así que cuando yo llegaba a las 3 o 4 de la madrugada después de una noche de juerga, ella estaba ahí, viendo el cielo estrellado y la luna, pensando en cosas que solo ella nos podría haber dicho si hubiera podido hablar.

          Como buena guardiana, era dócil con sus amos, pero se transformaba en un mounstruo si había que resguardar a la familia o el hogar. Así lo hizo hasta que ya no se pudo mover. Postrada pasó sus últimas semanas de vida, con la mirada perdida y la esperanza partida.

          La veterinaria tocó a la puerta. La conduje a donde ella estaba jadeante pero sin exclamar ninguna queja. Mi abuela esperaba afuera, presa del llanto. Yo llevé a mis sobrinos para que se despidieran, aunque luego me arrepentí, pues hubiera preferido que no vieran ese espectáculo macabro, pero la veterinaria no dio tiempo de nada. “Este es un tranquilizante para que ya no sufra”, dijo. Poco a poco se le desaceleró el ritmo cardiaco. “Esta ya es la definitiva”, apuntó. Una segunda aguja penetró su pata. Sus ojos se le saltaron, su boca se abrió y enseñó los colmillos. Al tiempo dejó escapar los remanentes de su ultima comida en forma de vomito. Los niños lloraban, mi abuela lloraba, al igual que yo. Los niños exclamaban su nombre, gritaban cosas ininteligibles y la perra parecía que quisiese voltear la cabeza para verlos por última vez, pero ya no tenia las fuerzas suficientes. Una tercera y última aguja la penetró para al poco tiempo suspirar su último aliento. Murió sin una queja, con sus ojos oscuros e impávidos, viéndome fijamente. Ni siquiera al sentir los estertores de muerte se quejó.

          Mi padre y yo cavamos su tumba en el patio de mis abuelos. Ahí quedan sus restos como guardianes eternos de la familia de la cual fue y seguirá siendo parte.

Lo Que Se Aprende de los Arboles*


*Cuento autobiográfico, escrito por Cynthia G. S., en Enero de 2006.
*Editado por EL PRODIGIOSO MILIGRAMO.



          Conocí a Eufebio hace unos dos años cuando llegó a mi como un regalo de mi novio. Era un día cualesquiera, pero eso no tiene importancia. Lo importante es que Eufebio ha sido, desde ese día, mi adoración. Eufebio es un bamboo.



          No tenia casa cuando llegó. Me lo entregaron en una bolsa de SMART (que romántico), así que decidí darle un hogar provisional mientras me tomaba el tiempo para obtener un florero digno de el. Fue así que comenzó a vivir en una botella de Coca-Cola. Siempre tuve la sensación de que una botella de Coca era muy poco para el y que necesitaba mas espacio. Busqué y rebusqué pero nunca encontré un florero que fuera para mis gustos, adecuado (yo quería uno color café con líneas blancas). El tiempo pasó y nunca me ocupé de mudarlo. Le cambiaba el agua todos los domingos por la tarde y le cantaba canciones de buenas noches.


          Tiempo después me ausenté del hogar por un año entero. Pensé que Eufebio no resistiría un año sin mi y que irremediablemente moriría sin mis cuidados, pero no sucedió así. Cuando llamaba a la casa preguntaba por él; siempre me dijeron que estaba bien. 


          Al pasar de un año volví. Entre a mi cuarto y ahí lo encontré donde siempre, en su modesta botella de Coca-Cola, luciendo orgulloso una nueva ramita, muy sincero, muy sereno. Al parecer los inquilinos de mi cuarto le tomaron aprecio y lo cuidaron bien durante mi ausencia. Aun le cumplieron el caprichito de cambiarle el agua los domingos por la tarde tal como le gusta. Después de verlo y verlo sentí ganas de aventarlo contra la pared. Su presencia era un recordatorio de un pasado tortuoso. Y él ahí tan simple, tan armónico, sin darse cuenta de nada. Finalmente me di cuenta que él no tenia ninguna culpa. Sin embargo, resintió mi repentino desprecio, algunas hojas se secaron, pero las corte para que brotaran nuevas. El tiempo transcurrió y Eufebio volvió a ponerse verde y brillante. Eufebio hasta entonces era feliz.


          Fue así que volvió a mí el pensamiento inicial de cambiarlo de casa para que viviera mejor, pues no crecía mucho como un bamboo normal. Busqué y rebusqué y al fin la encontré: una vasija perfecta, hermosa, café con líneas blancas; también conseguí piedras pulidas para que Eufebio se mantuviera en el centro. Me sentí feliz de haber concluido la búsqueda al fin. Llegué a la casa, subí, acomodé las piedras, y moví a Eufebio a su nuevo hogar. Se veía perfecto, perfecto el lugar, perfecto el contraste, perfecto el tamaño, perfecto. La primera semana se redujo el nivel del agua, pero a mi me pareció normal. Era bueno que estuviera consumiendo su agua, pues así crecería mas, pensé. Fue a la segunda semana que lo noté menos brillante y con algunas manchas amarillas. Poco a poco Eufebio se ha ido marchitando. La nueva vasija no era un mejor lugar para el. Finalmente la botella de coca era perfecta, perfecto lugar, perfecto tamaño, perfecta la luz. 


          Eufebio se va a morir, y morirá por lo siguiente: el constante movimiento con las piedras pulidas resecó sus raíces y hasta le arrancó algunas. Lo mas importante: la botella de Coca-Cola al ser transparente permitía que todas las partes de Eufebio recibieran sol de igual manera. La vasija era fría y oscura por ser de barro café, así que Eufebio se puso amarillo, primero de la base del tronco, y luego éste color fue avanzando paulatinamente. Cuando lo descubrí, el daño ya se había extendido demasiado. En cuanto me di cuenta de esto, lo cambié de regreso a su botella de Coca-Cola. Lo he puesto a tomar baños de sol, y lo trato con toda clase de mimos, pero no parece mejorar. ¡Eufebio!, ¡Eufebio!, ¡Eufebio se va a morir!**


**Nota del Editor: Eufebio tristemente murió. Quedó totalmente hueco por dentro.

LA MEDIANOCHE*

*Cuento autobiografico.
*Escrito en Abril de 2007.

          La oscuridad del camino no me impide reconocer a mi paso cada detalle como algo familiar. Durante el recorrido de 8 cuadras de regreso al hogar, recorro el campus que para esta hora encierra un silencio sepulcral, solo oigo mi respiración y el retumbar de mis pasos, mi vista reconoce cada imperfección del asfalto, cada ladrillo, cada piedra, cada gato callejero que me sale al paso. Casi son las 12, y me espera una noche larga en mi pequeño departamento de la calle Schuster.


          Al llegar al hogar, lo primero es tomar las sobras de comida de la tarde, la cual no probé por estar ausente, como cada día. Están frias, pero acepto lo que sea para mitigar el hambre. Arroz con frijoles o cualquier guisado con totopos. Cuando se ha comido poco en el día, el camino se siente largo y tortuoso, y no lo es tanto si por lo menos se pudo cenar alguna sopa instantanea, que calienta el estomago, pero no deja de ser un repugnante batido tipo melcocha.


          No obstante haber dormido poco la noche anterior y haciendo recuento, haber dormido poco durante todo el semestre, en ésta noche no se vislumbra alguna mejoría. Falta terminar alguna tarea, leer páginas de libro, resolver ecuaciones, escribir documentos. Faenas extenuantes que invariablemente me quitan el suenio. Siempre hay algo por hacer a la medianoche.


          Hoy regresé antes de las 12 a la casa, pero hay veces en que es necesario estar hasta las dos o tres de la maniana en el campus. Me hago la ilusión de que lograré dormir un poco mas que ayer, pero se que no será así. Después de terminar mis tareas nocturnas, me espera una pelea con la noche, una ardua lucha por conciliar el sueño. Lo he intentado todo: suplementos de melatonina, somníferos, música relajante. Al final, vuelvo a caer en lo mismo. Despues de revolcarme por varias horas, de repente abro los ojos a las tres o cuatro y me doy cuenta que no he logrado dormir por mas de una hora, y me quedo con la mirada fija al techo, oyendo cada movimiento del minutero. Finalmente sin darme cuenta logro pegar los ojos, pero casi siempre es demasiado tarde, pues esto sucede ya casi para amanecer.


          A la maniana hay que levantarse temprano. Lo hago rápidamente. No pienso en motivos, solo lo hago. Al recorrer mis primeros pasos del día, emito algún sonido lastimero que me hace recordar esa vieja lesión del tobillo que nunca llegó a sanar. Desayuno cualquier cosa y me preparo un sándwich de jamón y queso que me ayudará a estar alerta en el día. Hay que apresurarse a llegar a la primera clase. Me esperan exámenes, quizzes, presentaciones, prácticas, laboratorios, y una miríada de conocimientos.


          Después de clases trabajo seis o siete horas, a veces pierdo la cuenta. El trabajo no es tan duro, pero el simple hecho de estar en la oficina me provoca una sensacion de encierro. Pronto darán las 11 con 30, y me tendré que enfilar de regreso al hogar. Atravesaré de nuevo el campus, con su silencio sepulcral. Los mismos gatos callejeros me saldrán al paso, mi vista reconocerá cada imperfección del asfalto, cada ladrillo, cada piedra...Al llegar a las escaleras casi darán las 12, y me esperará una noche larga en mi pequeño departamento de la calle Schuster.

MEDIA SONRISA*

“Primer amor de mi vida…distancia,
que no pasó del intento.
Primer poema del alma…distancia,
Que se ha quedado en silencio.”
Alberto Cortez

*Cuento autobiografico.
*Escrito el martes, 13 de Septiembre, 2005.

Para JVK.

          Estaba tan ensimismado pedaleando en la bicicleta estacionaria que no me percaté cuando ella se acercó a mí. Escuché súbitamente su voz y, debo confesarlo, su aparición tan repentina me sobresaltó un poco. Su persona me pareció irreconocible, pero esto no debió sorprenderme ya que en años recientes había pensado lo mismo cada una de las veces en que por casualidad la encontraba por ahí. Esta vez, al tenerla tan cerca, se reforzó en mi la idea de que se había convertido en otra persona, en alguien diferente. Era como si la hubiese dejado de ver por muchos años y ahora ni aún siquiera teniéndola a centímetros de distancia la pudiera reconocer. Pero la verdad es otra. La seguí viendo, aunque fuera esporádicamente, en el campus, en los antros, en la calle, de forma siempre imprevista.

          – Hey, hola –, me dijo, ostentando esa media sonrisa que solía aparecer cuando estaba un tanto nerviosa. Sin embargo no atiné a decir palabra. Lo que es mas, ni siquiera me moví, solo mis piernas seguían pedaleando de forma autómata. Mis ojos permanecieron fijos en ella y pude notar su sorpresa por mi inmutación. Luego se acercó para darme un beso a manera de saludo. Yo cual si estuviera hecho de madera o de cualquier materia inerte, permanecí estático por unos momentos que me parecieron muy largos. Al fin pude recuperarme y romper mi estado de estatua humana para acercarme a recibir el beso.

          Hecho esto la observé fijamente de nuevo y la creí otra, diferente a la que conocí. Tan segura en su andar, en sus palabras… y tan delgada. Paradójicamente, al mirar sus ojos de frente creí reconocer su mirada de antaño, infantil e inocente, y creí también reconocer a la de antes, a la de mirada ávida, de hablar nervioso y de media sonrisa. Tal vez en el fondo siga siendo esa niña un tanto insegura de mis recuerdos.

          La de ayer fue una plática trivial, nerviosa y breve:

          — ¿A que hora vienes?—
          — Casi siempre a esta hora —, respondí.
          — Ah, entonces tal vez venga mas seguido a esta hora —.

          Hoy fui al gimnasio a la misma hora. Entré y ahí estaba, sobre los tapetes azules. Titubeante me acerqué a ella, “Hey, hola”, le dije. Recibí como respuesta su media sonrisa.

LA ZURDA

          En un intento desesperado por aniquilarnos, y quedando un minuto de juego en el cronómetro, el equipo rival lanzó un globito a mi área de penal buscando que alguna cabeza lo rematara a gol. El marcador era desfavorable para nuestra causa, con un 7 a 8 a favor del FC Troyanos en la liga dominical de Indoor Soccer, ASTROS de Cd. Juárez. Cuando vi el balón acercarse, salí de mi área chica con toda la potencia de mis piernas, y de un salto me apoderé de él, quedando a centímetros de la línea de cal. Rápidamente salí de manos con mi zaguero central, el cual en un contragolpe voló hasta el campo contrario y desahogó con el winger. Este tomó el esférico y de un ágil recorte dribló al último defensa, quedando frente a frente al portero en los linderos del área grande, con un arco a merced para anotar el tan ansiado gol del empate. El portero rival no salió a achicar, y era inevitable la caída del arco Troyano. A la vez que el winger hacia el movimiento para rematar, el defensa se rehizo y de forma desleal, lo barrió por detrás cayendo de forma estrepitosa al suelo. Las protestas por parte de los compañeros del hombre caído no se hicieron esperar, amén de la retahíla de insultos vociferados desde las gradas por las novias y uno que otro amigo de los jugadores, los cuales conforman un pequeño grupo de seguidores del FC Gallos Negros.

          El árbitro hizo sonar su silbato a la vez que se llevaba la mano al bolsillo. De éste sacó la tarjeta preventiva la cual mostró al deshonesto defensa. El colegiado decretó un tiro libre, y mientras colocaba la barrera a la distancia reglamentaria, me sentí impulsado a dejar mi portería y correr hacia la zona de conflicto. Tome el balón con mis manos y lo coloqué en el punto donde se cometió la falta. Ismael, el delantero titular, comprendió mi intención de cobrar el tiro. Aun así, me coloqué detrás como si fuera a ser Ismael el que lo cobraría.

          En un instante, todo se hizo calma. Ismael me vio de reojo y casi leyéndome la mente, finto que tiraría directo a gol, pero de forma sorpresiva, toco el balón hacia su izquierda, el cual rodó lentamente y quedó a unos pasos de mí. El silencio sepulcral que reinaba en el recinto me hizo darme cuenta de la importancia de esta jugada. El gran esfuerzo que habían hecho mis compañeros seria un total desperdicio si no lograba mi cometido. De pronto recordé por todo lo que habíamos pasado para llegar hasta ahí.

          El equipo de futbol que había fundado con varios de mis queridos amigos de infancia pasaba por una de sus peores crisis en su corta historia. Su antigüedad de un año se veía amenazada con cortarse de tajo. Un par de jugadores titulares habían dejado al equipo en esa misma semana por irse a buscar la vida a otras sierras del mundo, dejando al equipo en desamparo. Se hizo frente al partido de la segunda fecha con lo que se tenía a mano. Como era de esperarse, el equipo fue humillado durante el primer tiempo con un marcador de 7 a 2.

          Durante el primer tiempo, mi banda izquierda fue una avenida sin restricciones de ida y vuelta para los contrarios. Iban, venían y gambeteaban a placer. Mis defensas no lograron nunca tomarle la medida a los delanteros rivales. En una desafortunada jugada, Yorsh se comió una finta y dejó que el delantero me rematara a quemarropa. El tiro salió potente al ras del suelo hacia mi costado izquierdo. Intenté detenerlo con un lance, pero solo logré rozar el balón y éste se incrustó en mi arco. En otra jugada vergonzosa, Heber le regalo el ángulo interno al delantero, el cual casi sin ángulo, remató justo afuera del área grande. Rocé el balón con mi guante izquierdo, pero al igual que en la jugada anterior, el esférico fue a dar al fondo de la red.

          El equipo se fue al descanso del medio tiempo totalmente derrotado. Yo salí de la cancha tratando de buscar un poco de paz. Al pasar entre las gradas, vi como los seguidores rivales me veían con aire triunfal, y mis propios seguidores con lástima. De regreso en el campo, vi a mis compañeros con la mirada perdida deseando que terminara pronto el encuentro para parar esa masacre. Llamé a mis compañeros y formamos un círculo. – No son mejores que nosotros. No nos están ganando por méritos sino por lo que estamos dejando de hacer nosotros. Hemos pasado por encima de rivales más fuertes. No nos van a ganar. Somos mejores. Vamos a remontar –.

          Con nuevos brios comenzamos el segundo tiempo. Se podía ver la ira en nuestros ojos. Al primer minuto de juego, Ismael tomo un rebote casi en media cancha, y remató con fuerza increíble para que el balón pegara en el poste y lo hiciera vibrar fuertemente. El esférico se fue al fondo de la red después de pegar en el poste. El sonido de metal despertó a la tribuna la cual nos alentaba a levantarnos. Ese fue el primero de los goles que conseguimos en el segundo tiempo a base de lucha y coraje, hasta que logramos estar a un solo gol de distancia del rival.

          Durante el segundo tiempo, defendí mi portería luchando como gallo de pelea. Detuve todos los disparos que me mandaron excepto uno. Me lancé, me revolví, me hinqué. Ahora, al final del encuentro, era mi turno luchar por el equipo como delantero y no como portero. Debía cobrar ese tiro libre con destreza. Nunca antes en el año de vida del club lo había hecho. Aun más, confieso que soy pésimo en tal empresa. De cualquier manera me sentía obligado a hacerlo, siendo yo el capitán del equipo, tenía que resanar mis fallas cometidas durante el primer tiempo.

          El portero rival había colocado 3 hombres en su barrera, los cuales bloqueaban todo su flanco izquierdo. Por ende, intentar rematar hacia ese lado era casi imposible. Al igual lo era intentar librar la barrera por arriba. La única manera de lograrlo seria en dos toques, moviendo el balón hacia el costado derecho del portero, aunque esto implicara rematar hacia donde éste se encontraba y esperar que no lograra reaccionar a tiempo.

          En un instante, todo se hizo calma. Ismael me vio de reojo y casi leyéndome la mente, finto que tiraría directo a gol, pero de forma sorpresiva, toco el balón hacia su izquierda, el cual rodó lentamente y quedó a unos pasos de mí. La hinchada guardó silencio de manera sepulcral. Era momento de pegarle al balón con odio y rencor, con toda la fuerza de mis músculos y nervios que estaban sedientos de meta. El esférico me quedo a perfil zurdo. Siendo mi perfil menos hábil, me di cuenta que llevaba las de perder, pero era la única oportunidad. La barrera no logró reaccionar a tiempo y no se movió de su lugar. Golpeé el balón con mi pierna zurda, el cual salió disparado con fuerza portentosa. El portero reaccionó a destiempo, y aunque se lanzó desesperadamente, solo logró rozar con la yema de los dedos el balón, el cual después de besar el travesaño, se incrustó en el ángulo superior derecho del arco para dar lugar al grito de “goool” en el lugar.

          Los seguidores Troyanos, los mismos que durante el primer tiempo coreaban “oles” y aplaudían cada jugada de su equipo, no daban crédito a lo que veían sus ojos. Nunca se imaginaron una remontada de tan increíbles proporciones. Su única reacción fue el silencio. La hinchada del glorioso equipo Gallos Negros rompió en júbilo y algarabía, pero yo no logré escuchar ningún sonido. Solo sentía el palpitar de mi corazón, el cual había sido el autor de ese gol, un gol en el aire, un gol blanquirrojo. El partido terminó en empate a ochos, pero paradójicamente, sería en empate con sabor a gloria para unos, y a derrota para otros.

LA TORTURA

LA TORTURA* Photobucket
*Cuento autobiográfico

Al recostarme incliné la cabeza a la derecha como buscando una última oportunidad de escapar. Muy al contrario, solo vislumbré figuras mounstruosas, entes cornudos cual diablos infernales, con rostros cuadrados y desencajados. Algunos tenían aspecto triunfante, malévolo. Los más, denotaban en la faz tristeza y sufrimiento como si purgaran una condena. El que más llamó mi atención fue un mounstruo recostado, con la cabeza inclinada hacia atrás, y de gesto adusto y apesadumbrado. Sus ojos eran saltones y la mirada era fija. Por obvias razones me identifiqué con él.

Hallabáme ensimismado, admirado (o espantado) de ver tales entes cornudos, cuando de pronto entró en la habitación mi verdugo. – Como verás me gusta el arte –, me dijo. Lo noté desde antes, pues al entrar al recinto fui recibido por una escultura de madera que intentaba ser el torso de un hombre manco. Al igual, noté numerosas publicaciones cuyas portadas anunciaban las últimas manifestaciones artísticas de nuestra civilización. – Es mi verdadera vocación –, me aseguró. Eso no era de ninguna manera un buen augurio.

Mi castigador cerró la puerta de un portazo, y supe que había llegado mi hora. Lanzó una potente luz a mi rostro, para luego tomar dos utensilios que al momento me parecieron salidos de las bodegas de la Santa Inquisición. Los introdujo en mi boca y mi cuerpo se tensó al instante, mi mano izquierda tomó a la derecha, y mis ojos se hicieron saltones por la incertidumbre de no saber mi destino. Ahí estaba yo con la boca bien abierta cuando de pronto el verdugo tomó un aplicador de punta enrojecida como hierro ardiente. Primero sentí un cosquilleo, para luego no sentir nada más. El se apresuró a tomar otro instrumento de tortura. Por un momento di otro vistazo a esos seres torturados a mi derecha, y vi sus ojos saltones, firmes, moribundos. No sentí ninguna diferencia entre ellos y yo. Al sentir un pinchazo cerré mis parpados. Poco a poco la punta del instrumento se introducía más y más en mis carnes. Esto se mantuvo durante varios segundos los cuales parecieron horas. A los pocos minutos dejé de tener control sobre la mitad de mi rostro y ya no pude emitir sonido alguno. El instrumento de tortura cambió, pues ahora era un tubo con punta giratoria cuyo sonido hacia estremecer mis mas arraigadas fibras. El castigo no había ni siquiera empezado.

Así comenzó el verdadero sufrimiento. Si antes había tenido la intención de escapar, mi oportunidad se había esfumado. El taladro me golpeó una y otra vez sin misericordia. Me dolía inmensamente y no podía gritar, mientras mi cuerpo permanecía totalmente paralizado por el miedo. Era un martirio incesante el cual mi cuerpo no terminaba de dilucidar. Por un momento sentía un frió que quemaba, luego piquetes, miles de piquetes como si estuviera atrapado en la mitad de una colmena. Después fueron contracciones involuntarias de los músculos adyacentes al área de la tortura.

Después de mucho sufrir, de pronto el castigo cesó. De mi boca salió un lastimero suspiro que había estado contenido por largos minutos. Abrí los ojos y miré a mi verdugo observándome, como admirando su obra. Estaba ahí parado junto a mi sin decir nada. En su rostro se notaba una ansiedad por continuar el tormento. Era como un lobo hambriento, insaciable. – Aun no termino –, dijo. Al ver venir el castigo, de nuevo cerré los ojos con firmeza. El tormento continuó por segundos infinitos. Una, dos, miles de veces me perforó el instrumento con gran fuerza. Al final perdí la cuenta, pues mi cerebro en el afán primitivo por mitigar el dolor, hacía desfilar en mi mente imágenes apacibles y bellas. Con el mismo objetivo, traté de recitar una sarta de disparates que al momento hacían sentido con el fin de olvidar mi suplicio: – ¡No duele, no duele, no duele! –. Casi logré lo que solo los grandes maestros del espíritu logran: desconectar cuerpo y mente. De pronto un agudo dolor me trepanó el alma con fuerza descomunal, haciéndome volver de golpe a mi triste realidad. Nuevamente tomé conciencia de la lamentable situación en la que me encontraba, penosa y ardua agonía de la cual no podía defenderme.

Por gracias al Señor la tortura no continuó por mas tiempo. El sonido desquiciante de las muchas revoluciones por segundo del infernal aparato había cesado. Mi verdugo me dejó por fin en libertad. Con mucha fuerza me incorporé y caminé tambaleante hacia la puerta. Con un poco de agua enjuagué mi boca y escupí una mezcla de sangre con saliva reseca. Con el rostro aun dormido, di un último vistazo a esos seres cuyo destino había estado ligado al mío.

– ¿No te dolió, verdad? –, me preguntó mi captor al salir del recinto. Yo solo musité que no.

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SOL DE TARDE




“Yo voy soñando caminos de la tarde
las colinas doradas, los verdes pinos
las polvorientas encinas....
¿Adónde el camino irá?
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
La tarde cayendo está...
La tarde cayendo está...”
 
Antonio Machado, "Yo Voy Soñando Caminos"

*Cuento autobiográfico

Habían dado las seis en punto de aquel atardecer de marzo. Con un libro de pasta amarilla como de pergamino en las manos, recitaba una letanía una y otra vez hasta que se quedaba impresa en mi mente. Desde Tenoch hasta Cuauhtémoc, uno por uno salían de mi boca como en procesión, desde el más antiguo hasta el más reciente, todos los tlatoanis aztecas. Sostenía el libro frente a mi tratando de leer, pero las palabras me eran ininteligibles. Sentía un extraño llamado, como una premonición que me impedía concentrarme. Volteaba a mi alrededor ansioso sin saber realmente lo que me sobresaltaba. Fastidiado, aventé el libro sobre el escritorio y miré a mi derecha por la ventana. El sol se empezaba a poner y al ver la escena respiré hondo tratando de calmarme. De pronto volvió a mi esa ansiedad loca y me levanté de la silla como impulsado por un resorte. Como un autómata, dirigí mis pasos hacia la puerta y la abrí de par en par. Al dar un paso fuera de la casa, mis ojos se posaron en un punto, pero sin poder identificarlo a plenitud. Aunque al principio no logré distinguirlo, poco a poco fui hallando el contorno de esa masa amorfa. Estaba ahí parado, debajo del carro de mi madre, pequeño, acechando los alrededores encubierto por las insipientes sombras del atardecer. También pude luego distinguir un pequeño fulgor, que como saeta circular se me clavaba en el cuerpo.

Había llegado sin ninguna antelación, callado y sigiloso, pero de ninguna manera tímido. Estaba fijo, sin moverse, agazapado. Pasados algunos segundos, de nuevo me veía sorprendido por un centelleante brillo, uno solo, que parpadeaba, pero no se extinguía. Me miraba con un único ojo y no lo apartaba de mí. Me acerqué viéndolo firmemente, sin embargo, el mantenía esa postura inquebrantable. Avanzando unos pasos más, pude notar también su figura maltrecha y fea, y sus pelos tan desornados que parecía un espantajo. Noté luego su lomo, flaco y sucio, y después sus patas llenas de tierra y chorreando sangre. De pronto, dio un paso al frente, y yo hice lo propio. Al hacer esto, un resplandor de luz le iluminó el rostro golpeado y arañado. En una cuenca ocular se observaba un rastro de sangre seca, convertida ya en costra. El rastro de sangre iba, como dije, desde la cuenca del ojo, y se extendía hasta la comisura de los labios. Volví mi mirada nuevamente al ojo, el cual ejercía una poderosa atracción en mi. Regresé dentro de la casa corriendo para tomar unas rodajas de jamón para el pobre infeliz. Al salir ahí estaba aún, como si me esperase, quieto, observando cada uno de mis movimientos. Me acerqué y puse las rodajas a unos pasos suyos y, hecho esto, dio un primer paso temeroso, pero mucha debía ser su hambre, pues acto seguido se desbocó sobre el alimento.

Por un tiempo no lo volví a ver por mi casa, pero pasados algunos días retornó. En ese segundo encuentro no fue una sola, sino dos centellas las que me clavaban firmemente la mirada. Noté que la sangre en el rostro aun estaba ahí, pero la herida del ojo había cerrado. Así me di cuenta de mi error, pues no era tuerto como creí en un principio. Me vio a los ojos con firmeza y sin interrupción, tal vez a manera de saludo. Esa tarde la pasó recostado en la banqueta y me di cuenta que había llegado para quedarse.

Con el paso del tiempo, poco a poco se fue generando más confianza entre nosotros. Ciertas veces acariciaba su lomo, aunque esto no le agradaba mucho. Mas bien, prefería quedarse sentado al lado mió, sobre la banqueta, viendo al horizonte con la mirada fija, como perdida. Dormía afuera, debajo de los autos, o en mi ventana. Pocas veces iba dentro de la casa, y cuando lo hacía se mostraba incomodo y nervioso. Pareciera sentirse atrapado, así que nunca lo forcé a entrar. Cada día, al llegar de la escuela me salía al paso. En algunas ocasiones notaba su ausencia. Se alejaba por días, a veces semanas, sin saber yo a donde. Después, cuando menos lo esperaba, aparecía de la nada, sucio, hambriento, golpeado y escurriendo sangre. Llegaba y me miraba, como siempre a los ojos, como si nada pasara, y yo lo recibía con gusto, con una palmada sobre la cabeza y mirándolo firmemente. Iba y venia a placer y yo me sentía incapaz de regañarle. Si estaba mal o bien su proceder, al fin y al cabo era la viva imagen de la libertad, algo universalmente irreprochable.

Las tardes eran por lo regular placenteras. Cada vez que yo llegaba a la casa de la escuela, me sentaba frente a mi escritorio y ahí permanecía horas enteras. El hacia lo mismo, pero por fuera de la casa, en la ventana que me quedaba a un lado, como si me hiciera compañía. Le gustaba recostarse y clavar la mirada cansada en un punto en el infinito. De vez en cuando dejaba los libros y golpeaba con un dedo la ventana para hacerle saber que estaba aún ahí. El solo giraba la cabeza y me veía a los ojos. Luego los cerraba y los volvía a abrir para enfrascarse de nuevo en Dios sabrá que pensamientos. Así pasaron muchas tardes de muchos años en las que siempre se repitió la misma escena. Tan acostumbrado estaba yo a él como él a mí. Su figura formaba ya parte del paisaje y yo no concebía la vida sin el.

Al cumplir la mayoría de edad y llegado el momento de cursar estudios universitarios, tuve que mudarme de casa por necesidad. Obviamente, ambos resentimos el cambio, el alejamiento. Yo volvía los fines de semana al hogar. Me bastaba un silbido para que el supiera que había llegado, y como bólido salía de la nada. Se acercaba a mi, como lo hacía antes, y me miraba a los ojos. Me recibía contento, como si nada pasara, como si no estuviéramos alejados uno del otro, pues el era, antes que nada, un amante de la libertad.

Con el pasar de los años su andar se hizo más lento, y sus ausencias del hogar eran cada vez menos. Su pelo ya carecía de brillo y parecía encanecer. Cada vez que yo volvía, nos sentábamos en la banqueta, al atardecer, como si ambos presintiéramos lo que estaba por venir. Fue un día jueves, un funesto 26 de marzo cuando lo supe. Estacioné mi carro y él no apareció por ningún lado. Trepidante entré al hogar y al preguntarle a mi madre, esta me dio la noticia: se quedó dormido y ya no despertó. Aunque ya lo sospechaba, me negaba a creerlo. Gruesas lágrimas empezaron a brotar de mis ojos sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Salí de mi casa sin saber a donde. Casi me tropecé al tratar de abrir la puerta de golpe. Caminé por la cuadra como un loco tratando de encontrarlo, pero sabía que no lo haría. Lo llamé, murmurando, chiflando bajito, pero esta vez no hubo respuesta. Ahí estaban aun, pero ya desolados, el rincón donde dormía, los rasguños en el tronco del árbol, la ventana donde se recostó tantas veces. Cada una de estas imágenes hacían que mi corazón latiera a un ritmo vertiginoso, mientras mi rostro se inundaba aún más de lágrimas. Más calmado, volví dentro de la casa y me senté en mi silla, frente a mi escritorio al lado de la ventana. Fue entonces cuando recordé haber estado sentado ahí mismo, seis años atrás, el día en que llegó. En ese momento empezaba a colarse por mi ventana la luz del atardecer. Al voltear a ver el reloj, este marcaba las seis en punto.

Total que mas me da, si al fin y al cabo, no era más que un gato...

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PENSAR O ESCRIBIR

"La gente habla de pensamiento pero yo, por mi parte, nunca pienso excepto cuando me siento a escribir". POE Photo Sharing and Video Hosting at Photobucket

LA TORRE

“¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. 
¿Pero por que afirman ustedes que estoy loco?”


El Corazón Delator.
Edgar Allan Poe.


          Todos me creyeron loco cuando conté mi historia. Para mi sorpresa, ni siquiera mi propia madre creyó en mis palabras. – Es tu imaginación hijito –, me dijo con incredulidad, – en esos edificios viejos rechinan las paredes y las tuberías hacen ruido –. Madre al fin, dijo todo esto en un tono de voz que no oía yo desde que era chico, y ocurrióseme que tal vez lo hizo con la intención de estabilizar mi muy dañada salud mental. Sin embargo de poco sirvió, porque el siguiente par de meses representaron para mí una constante zozobra y pena. Constato y doy fe que lo que relataré es totalmente cierto.


          Trabajaba a la sazón en el edificio llamado Texas Tower, justo en el centro de El Paso, localizado a una cuadra de la plaza San Jacinto, popularmente llamada de los lagartos. Las primeras piedras del edificio se edificaron en la década de los 30’s en el siglo pasado. Edificio glorioso en el pasado de Texas, en sus buenos tiempos fue el más alto en todo el suroeste de Estados Unidos. Aunque sigue aun en pie, sus muros reflejan el paso del tiempo. El que fuera en sus inicios el hogar de uno de los bancos más importantes, alberga ahora el espacio de pequeñas oficinas y comercios.


          Me desempeñaba yo como trabajador de medio tiempo en la oficina de los servicios educativos de LULAC (League of United Latin American Citizens), en el cuarto piso del edificio. Realizaba yo desde reparaciones y mantenimiento a las computadoras, hasta funciones de archivero, mensajero, recepcionista, carpintero, cobrador, cartero, y demás linduras que se les ocurrieran a mis jefes. Dado que mis clases eran por la mañana, llegaba yo después de la hora de la comida, a eso de las dos de la tarde, y permanecía ahí hasta entradas las seis. Mis dos supervisoras inmediatas, al igual que la secretaria, esperaban con ansias las cuatro de la tarde, hora en que el director terminaba sus faenas, para todas ellas irse sin ningún empacho a sus casas, robándole así una hora a la jornada laboral. Es así entonces que permanecía en soledad por un par de horas, a veces más, a veces menos, y trataba de aligerar el silencio haciendo sonar algún disco en la computadora, o prendiendo la televisión en algún canal cualquiera. De vez en cuando recibía la visita de Jaime, el conserje del edificio, que pasaba a recoger la basura acumulada durante el día. Había solo otra oficina en funciones en el piso cuatro, la cual era ocupada por un abogado quien, por alguna extraña razón, casi nunca hacia acto de presencia.

          Cierto día en el que estaba ya completamente solo, me atareaba en hacer copias de algún documento, cuando de repente escuché con claridad unas fuertes pisadas, como si alguien corriera en el pasillo. Detuve mi labor para escuchar mejor, pero al instante el ruido calló. Continué haciendo copias, pero pasados algunos segundos, oí claramente como si alguien hubiera entrado a la oficina. Al sentir la vibración de los pasos, me apresuré a salir del cuarto de copiado, mas no encontré a nadie, solo alcancé a ver fugazmente una sombra negra que atravesaba la puerta de lado a lado. Por un instante me paralicé, pero haciendo acopio de valor me dirigí a la puerta de entrada de la oficina, y grande fue mi sorpresa al darme cuenta que no había una sola persona ahí mas que yo. Cabe destacar que mi oficina era la última del pasillo, y si alguien hubiera entrado y salido de esta, le hubiera tomado algún tiempo llegar hasta el final del pasillo y perderse de mi visibilidad. Salí de la oficina, casi temblando, esperando encontrar a mi vecino el abogado en su oficina, pero mi horror aumento al darme cuenta que ese día, como de costumbre, no se había presentado a trabajar.


          Pasaron algunos días en los que intenté en vano olvidar lo sucedido. Sentía dentro de mí una pesadez enorme. Temía la hora del día en que me presentaría a trabajar, pero más temía el momento en el que me quedaría solo en la oficina. Al irse todas las personas, abría puertas y ventanas de par en par para aprovechar los últimos rayos del sol. También subía el volumen de las bocinas de la computadora al máximo para evitar oír cualquier clase de sonidos ajenos.


           Algunas semanas pasaron después del incidente sin que se volviera a presentar ninguna situación de sobresalto, pero cierto día me aconteció otro extraño suceso. Aquella vez me había presentado a trabajar muy de mañana y aún estaban presentes las otras cuatro personas que laboraban en la oficina. Tal vez por esta razón me sentí mas confiado que de costumbre, pero pronto me daría cuenta de lo equivocado que estaba. Me dirigí al baño, del cual solo los empleados del piso cuatro teníamos llave. Inexplicablemente en aquella ocasión mi llave se negaba a abrir el cerrojo, aun cuando era la llave que venia yo usando desde hacía tiempo. Era como si alguien me impidiera girar la chapa desde el otro lado de la puerta. Se me ocurrió que tal vez la llave necesitaba ser pulida un poco para poder usarla con más facilidad. Cuando por fin logre abrir la puerta, empecé a friccionar la llave contra la madera a fin de pulirla. Hube hecho esto por algunos segundos lo cual provocaba cierto ruido un tanto molesto, pero solo me detuve al escuchar que de uno de los cubículos de los sanitarios salía un sonido gutural, como un quejido, el cual me dio la impresión que hacía un gesto de desaprobación ante el escándalo que yo estaba provocando. Creí que alguna persona estaría dentro del cubículo, y al entrar yo generando toda clase de ruidos, había perturbado su tranquilidad. Me apené bastante y detuve mis acciones. Me acerqué al urinario e hice lo que tenia que hacer. Al acercarme al lavabo para lavarme las manos, disimuladamente voltee de reojo para tratar de darme cuenta quien estaba en el sanitario. Grande fue mi sorpresa al percatarme que no había nadie, ¡absolutamente nadie! Traté de mantener la calma y seguí lavando mis manos, cuando de repente escuche claramente un suspiro, el clásico suspiro de amor. Lo escuché fuerte y claro, como si alguien lo hubiera emitido justo en mi oreja. Volteé para todos lados buscando al emisor de tal sonido, pero al verme solo corrí rápidamente aún con las manos mojadas y enjabonadas. Regrese a la oficina pálido y con la boca seca, pero no lo comenté con nadie.


          Los días posteriores fueron un martirio, pues a duras penas me presentaba a trabajar Cuando finalmente recobre un poco la calma, comenté lo sucedido con mi jefe, el cual me instruyó para que no dijera nada ni a la secretaria ni a mis supervisoras a fin de no contagiarles mi miedo, y así lo hice.


          Unos días después, cuando Jaime, el conserje, se presentó para limpiar la oficina, le pregunté sin decirle nada de lo que me había ocurrido, si él había experimentado alguna situación fantasmagórica en el edificio. Por un instante se me quedó viendo a los ojos, sin decir nada, tal vez tratando de encontrar la mejor respuesta posible. Dijo que el nunca había vivido ninguna situación fuera de lo normal, y que si algo así le pasase, no volvería a poner pie ahí. En sus palabras noté algún titubeo, como si me estuviera mintiendo. También, el largo tiempo que se tomó para contestar me hizo dudar de sus palabras. Aun así, le comenté lo que había vivido, y esto le dio cierta confianza para aceptar que de vez en cuando escuchaba ruidos en pisos del edificio los cuales estaban completamente desocupados, pero por su propio bien, trataba de ignorarlos. Luego me contó lo que le había pasado no a el, sino a otra señora que también se desempeñaba como conserje. El edificio tenía un sótano el cual estaba habilitado como una bodega. Los conserjes bajaban ahí para abastecerse de todo tipo de enseres de limpieza. Cierta vez que la conserje había bajado ahí, ésta sintió que alguien había tirado de su cola de caballo con fuerza tal que la hizo desbalancearse. Mayúsculo fue su espanto al voltear y no ver a nadie, y al instante emprendió la rampante huida hacia la salida. – Me aseguró que sentía claramente a alguien corriendo detrás suyo – concluyó Jaime.


          Laboré en ese edificio por algún tiempo más, el cual se me hizo eterno. Tres semanas antes de fin de año, mi jefe me anunció que mi contrato terminaría y por razones de presupuesto no era posible mantenerme empleado. Fingí estar compungido, pero en el fondo respiré aliviado pues no volvería a pisar ese lugar nunca más. En mi último día de labores, me despedí de todos y caminé firme y decidido por ese largo pasillo. Bajé las escaleras sin miedo y no volteé a ver atrás.


“¿Cómo puedo estar loco, entonces?
Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.”
El Corazón Delator.


LA PASION

          ¡El futbol no es para mi! Pareciera yo estar negado a participar en cualquier conversacion que lo involucre. Si para el comun de las personas es facil opinar y conjeturar en conversaciones cuyo topico es la jornada de futbol de fin de semana, para mi cada lunes comienza un viacrusis y se presenta ante mi un misterio irresoluble, un profundo hoyo negro del cual no puedo ni siquiera asomar la nariz, pues al abrir la boca para opinar, solo obtengo gestos, miradas de desaprobacion y hasta burlas por parecerles mis enunciados cosas descabelladas proferidas por un loco que no se da cuenta de la realidad.

          Siempre es la misma funcion. Solo hace falta que alguien pregunte como quedo el marcador para tal o cual partido para que comience un debate sin fin en el que los participantes aseguran cada uno ser partidarios del mejor equipo, no solo de Mexico, sino del mundo entero. No puedo menos que sentir envidia ante tal conviccion y firmeza. No comprendo como es posible que todo mundo vea como algo evidente cosas que para mi estan vedadas.

          Para mis congeneres, el resultado de un encuentro es tan obvio que no hay necesidad de analizar nada, ni de filosofar ni especular. El triunfador sin duda alguna sera el equipo de sus amores, o en su defecto, el equipo de moda. Muy al contrario, ante mis ojos, el futbol no es mas que una formula matematica la cual se resuelve al establecer todas sus variables y aplicarlas para obtener un resultado. No puedo verlo de otra manera, mi mente es objetiva y racional. Es asi que me basta con formularme unas cuantas preguntas para con alto grado de certeza poder pronosticar el resultado de un encuentro.

           Mi metodo es simple. Pongamos un ejemplo para cada situacion: me pregunto si el equipo es visita o local, cual es su record actual, que lugar ocupa en defensiva y en ofensiva y que jugadores estan lesionados; sobre el portero, me pregunto si es seguro con las manos, si sabe jugar con el pie, si tiene buenos reflejos, si sale bien por aire, si es lider de su defensa, si acomoda bien sus barreras, si sale al despeje o en corto y si es habil en el mano a mano; para la linea defensiva, me pregunto si jugara con linea de 3, 4 o 5, si se jugara con laterales que tengan mas tendencia a defender o a atacar, si los centrales van bien por aire, si salen jugando o al balonazo, si se suman al ataque, si cometen faltas tacticas; para el eje medio, si jugara con 1 contencion o con 2, si los contenciones reparten el juego o se limitan a robar balones, si se jugara con volantes que vayan bien por la bandas o que les guste meterse al area y jugar por el centro, y si se jugara con un 10 que reparta balones; para los delanteros, si seran 1, 2 o 3, si rematan bien con el pie o con la cabeza, si ayudan en la recuperacion, si se abren por la banda, si gambetean o si retienen el balon. A todo esto hay que agregarle el peso que tiene la aficion del estadio, y el perfil psicologico del entrenador y el cuerpo tecnico. Si todo esto lo sumanos, restamos, multiplicamos y dividimos, se obtiene que el ganador sera X o Y.

          Mi metodo no debe ser tan malo, ya que en el presente torneo mexicano, pomposamente llamado de Clausura 2007, he promediado 6 aciertos de 9 en cada jornada. Si le sumamos a esto que mi posicion en la tabla general de futbol virtual del grupo reforma (gruporeforma.reforma.com/futbolvirtual) es 977 de 33,578, da como resultado que mis conocimientos de futbol sobrepasan los del 97.1% de los mexicanos.





Al no encajar bajo los estandares del aficionado comun, me siento atrapado en una paradoja, en una posicion privilegiada pero tal vez enganosa. Podria parecer que veo al futbol de forma fria y calculadora sin involucrar siquiera una gota de emocion, mas no se confunda el lector con mis palabras pues no hay cosa mas alejada de la realidad. Los dias previos a un partido son para mi como para un nino son las semanas previas a la navidad y cada variable resuelta de las antes mencionadas son como una pieza de rompecabezas que al encajar en el lugar correcto me producen una euforia indescriptible y una sensacion de logro. El juego es para mi como para cualquiera, un arcoiris de emociones y sentimientos. Soy como cualquier hincha que cada domingo deja en el soccer su pecho a tajos al ver rodar a la loca de doce gajos.


Entonces, quien disfruta mas del futbol, aquel que en su ignorancia lo observa como si se tratase de una ruleta rusa pero que con todo fervor espera el triunfo de su equipo, o aquel que ha pasado horas analizando cientos de factores para llegar a un pronostico. Aun busco una respuesta, y me parece que la busco en vano, pues simplemente es imposible poder medir el gozo que produce el deporte mas bello del orbe. Independientemente del cristal con que se mire, en un desborde cualquiera el alma de todos comienza a vibrar.

REPICARES

“Estoy soñando que llega mi muerte. 
Estoy soñando que veo la suerte…
Olor a almizcle. 
Lamo el Cristo de la Calavera. 
Torturado lloro su visión premonitoria”.

“El carnicero de Giles”, Los Fabulosos Cadillacs.

A mi abuela.


          ¡Ese maldito repicar! Todos mis intentos por callarlo durante la noche fueron inútiles. Lo sentía claramente en las entrañas como un golpeteo repetido. No dejó de atormentarme ni un solo instante. Era pausado pero inagotable, eterno. Aún más, a éste se le unió la voz en mi cabeza, al principio tan sutil que parecía un susurro, pero a ratos, ésta se alzaba tan potente que me parecía escucharla como un grito. — Muerte, muerte— se repetía sin cesar, y abajo, en las entrañas, ese golpeteo martirizante aunado a una terrible sensación de opresión.


          Lo presentí mucho antes, durante el día, el cual fue largo e intranquilo. A la noche, con un aliento de resignación, me marché a la cama. La muerte andaba cerca, se asomaba, me miraba y sonreía al verme atormentado por los repicares. — ¿Muerte…de quien? — me preguntaba al oír la voz en mi mente, mas solo acudía a mi el recuerdo de los más viejos de la familia, que por obvias razones tenían las mayores posibilidades. — No es posible — trataba de engañarme a mi mismo, y volvía a dormir, o al menos eso intentaba, ignorando esos infames repicares.


           Fue otra noche de insomnio como todas las noches, de dar vueltas en la cama, pero ahora había algo mas, esa sensación extraña justo en la boca del estomago y ese mensaje en mi mente. Horas después, creí haber vencido al insomnio, pero aun así oía el timbre del teléfono, en sueños, casi imperceptible. – ¡No lo levantes! – me dije, pues no quería escuchar las noticias que desde antes sabía. Pero repicaba sin descanso uniéndose a los repicares en mi mente y en mi cuerpo. El raciocinio me ordenaba levantarme, caminar hacia el teléfono y contestar, pero los influjos del Dios Morfeo lo impedían. Aun me impidieron oír los tres mensajes dejados en la contestadora. Una voz familiar, devastada por el llanto, que más que palabras emitía un sonido gutural. El segundo, la voz pausada de mi primo pidiendo la mas pronta comunicación. El tercero, la misma voz del primero, mi tía ya con la voz pausada, emitiendo un gemido inaudible, denotando varias horas de proceso de aceptación.


           Tiempo después volvía a timbrar. No estando ya en el sueño profundo, me levanté cojeando y me lleve la bocina a la oreja. Era mi tía pidiendo hablar con mi padre. En ese momento se aclaró todo. Lo supe ahí, pero lo sabia desde antes, lo presentí. La abuela se había ido y la muerte me había avisado mucho antes, durante el día a voces y durante la noche en sueños.


           — Muerte, muerte— se repetía sin cesar, y abajo, en las entrañas, ese golpeteo martirizante aunado a una terrible sensación de opresión. Hice caso omiso. No lo creí, lo negué por horas y horas, repletas de tinieblas, de voces, de golpeteos, de presentimientos y sobretodo de angustia. Llegó la mañana, y con ella llegaron los primeros rayos del sol. Fue entonces que la voz y el golpeteo cesaron.