Autorretrato: Las Manos*

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Mi padre me dijo: «No
te vayas, hijo querido.
Tu madre está enferma y yo
estoy más muerto que vivo.

Pero yo no escuché nunca
nada de lo que él me dijo,
y por las calles del mundo
anduve como un perdido.

 
El Hijo Arrepentido
Nicanor Parra

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*Cuento autobiográfico
*Sucesos de Junio de 2010


          Las otrora tibias y robustas manos de mi abuela ahora se reducían a unos bultos fríos y esqueléticos. Su pecho huesudo y el rigor mortis me hacen sentir que poso mi cabeza sobre una roca. Aun sabiendo que es inútil recibir respuesta de su parte, como Aladino froto su rostro tratando de buscarla. Restriego mis mejillas contras las suyas, pongo sus manos sobre mi cabeza, las paso por mi pelo cual si me acariciara, como lo hiciese cuando era pequeño, cuando con sus dedos mojados me alaciaba los cabellos rebeldes, y con paciencia de santa me pasaba el cepillo de cerdas tupidas por la cabeza. Después, frotaba mi mejilla con su palma cálida y sus dedos carnosos antes de despedirme para ir a la escuela. Ahora al dejar caer sus dedos sobre mi cara, se sienten helados como témpanos y puntiagudos como espinas. ¿De dónde surgió esta realidad infame? ¿De dónde esta conclusión lastimera a mis ruegos maternales? Estoy aquí sin estar, sin embargo percibo y siento como no lo había hecho en mucho tiempo. Mas me convenzo que es mi mente ebria de sin razón la que ha creado esta realidad maldita. Es un sueño y nada mas…

          Nada podrá borrar de mi memoria su voz quebrada y sus ojos húmedos al verme sentado a su lado al tiempo que le describía la agonía marcada por los fierros retorcidos por la que pasé. ––– ¡Que bueno que nos volvimos a ver, hijo! –– me dijo en llanto. Ninguna otra palabra fue para mi mas sincera y sentida que la de aquella anciana. Voy a explicar aquí, si se me permite, el transfondo de ésta aseveración tan tajante. Nadie mas, exceptuando mi madre, sentiría tanta pena por mi ausencia como la sentiría mi anciana abuela, quien fuera custodia de mis tiernos ayeres de la infancia.

          Poco nos duraría la alegría del reencuentro, pues pronto entraría a una larga carrera contra la muerte, y a la par del desarrollo de esta pelea desigual, yo caería presa de una sustancia maldita parecida a los nepenthes que describiera Homero en su Odisea, la cual de día me mantenía en un sopor indestructible, un permanente estado onírico, una muerte en vida; y de noche (cuando podía conciliar el sueño, pues en veces pasaba noches enteras en vela) me hacia soñar con temibles espantos, o con terribles escenarios en los que era perseguido en laberintos oscuros por monstruos dantescos, o estar atrapado sin salida en casas en ruinas. Es así que al irme a la cama era preso de angustias sin fin por el temor que me producían mis ensoñaciones. Al despertar de estas pequeñas probadas del infierno en los que aun soñando, creía haber estado despierto, aliviado me repetía a mi mismo “es un sueño y nada mas”, para después volver a mi letargo diurno, a no sentir el dolor ni el placer, a estar mas muerto que vivo.

          Por éste tiempo yo no comprendía francamente ni como me llamaba, y si la pobre anciana en un último momento de lucidez me dirigió algunas palabras en alguna visita a su cama de hospital, fue porque hube llegado a éste casi arrastrándome en un estado sonámbulo, sin plena conciencia de mis actos. No pocas veces  maldije a la maligna sustancia que me había convertido en un verdadero despojo, mas al tratar de dejarla perdía completamente el dominio sobre mi mismo, y me convertía en una piltrafa peor de la que ya era.

          Mas a pesar de mi enajenación, recuerdo como con el paso de los días su cuerpo se fue enflacando hasta quedar prácticamente la carne pegada al hueso. ¡Que horrible imagen la que veían mis ojos! Aun así, con inocencia de infante esperaba poder despertar pronto de la que para mi era una pesadilla mas. “Es de noche. Es un sueño y nada mas…

          Luego de un par de meses de luchar en vano, mi anciana abuela volvería al hogar. Pocos días permanecería en él, pues finalmente el tiempo y su marcha inexorable cumplirían su cometido. Al entrar a su habitación la miré bien muerta tendida sobre su cama. Y yo, que hube estado muerto en vida por fin derramé las lágrimas que por tanto tiempo estuvieron reprimidas. Su huesudo pecho se me entierra en las mejillas. Muevo sus manos esqueléticas y me peino yo mismo con sus dedos los cabellos rebeldes, me acaricio el rostro con sus dedos, como lo hacia ella cuando era un pequeño. Sus otrora tibias y robustas manos ahora se reducían a bultos fríos y esqueléticos. Perfectamente bien. Todo es cosa de esperar a que pase esta mala hora. Es un sueño y nada mas…



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