LA GUARDIANA*

          *Cuento autobiográfico.
          *Escrito en Mayo de 2008.


          Fue un domingo de mayo cuando ocurrió su muerte, forzada y anunciada. La eutanasia puso fin a las noches de sufrimiento, no solo de ella, sino de la familia entera. Displacia de cadera, artritis, cataratas, y la pesada carga de llevar más de una década deambulando por el mundo, fue el diagnóstico. ---Tiene alrededor de 13 años, a juzgar por el estado de sus dientes---, dijo la veterinaria que la atendió en esa última semana fatal. La verdad es que nunca sabremos su edad exacta, donde nació, las correrías que tuvo en sus primeros años de vida, ni las aventuras y experiencias que la llevaron a ser lo que nosotros conocimos, que no fue poco ni malo.

          Llegó por su propio pie al hogar hacía aproximadamente 6 o 7 años. Como tantos otros animales que habían albergado mis abuelos, llegó sin esperanza, hambrienta, sedienta, maloliente y triste, y al igual que las mascotas que la predecedieron, se quedó por el afecto y el calor de hogar que le brindaron. Por ese tiempo, mi sobrino tendría alrededor de un año y unos meses de edad, la edad suficiente para poder hablar y bautizar a la perra con el nombre que esta llevaría la segunda mitad de su vida: Canica.

          El animal se ganó el afecto de todos por igual. Hasta yo que odio a los perros llegué a quererla y sufrí su muerte al igual que todos. Fue el vivo ejemplo de la fidelidad y la gratitud. Recuerdo verla caminar al lado de mi hermana y mi sobrino rumbo a la primaria. Eso hacia todos los días, a donde iba el niño, allí iba la perra, como su sombra, su escudo protector. En la época en que la familia aun vivía en la patria, mi padre llegaba del trabajo pasada la medianoche. Como mucho tiempo estuvo sin auto, tenia que caminar varias cuadras desde la parada del camión hasta la casa. Canica lo esperaba siempre, noche a noche, en la parada de autobús y no descansaba hasta verlo llegar. El ritual se repetía todas las noches a la misma hora.

          Los años de la perra a nuestro lado los pasó feliz. Si bien no vivía holgadamente, pues comía las sobras y su lecho eran unos trapos viejos a la puerta de la casa de mis abuelos, cariño, afecto y compañía nunca le faltaron. Solía levantarse tarde, odiaba madrugar. Cuando se desemperezaba, corría con los otros perros del barrio, perseguían autos que pasaban y ladraban como locos sin parar. Cuando los rayos del sol quemaban, se tiraba panza arriba debajo de la pick-up de mi abuelo. Así permanecía hasta que caía la tarde. Entonces ella y mis abuelos solían sentarse en la banqueta a disfrutar del fresco vespertino. Canica permanecía sentada en su regazo. A mi me encantaba volver a mi casa cada viernes, y ver que canica no me había olvidado. Me movía la cola y en ocasiones se tiraba boca arriba para que le acariciara la panza. Odiaba dormir temprano, y es así que cuando yo llegaba a las 3 o 4 de la madrugada después de una noche de juerga, ella estaba ahí, viendo el cielo estrellado y la luna, pensando en cosas que solo ella nos podría haber dicho si hubiera podido hablar.

          Como buena guardiana, era dócil con sus amos, pero se transformaba en un mounstruo si había que resguardar a la familia o el hogar. Así lo hizo hasta que ya no se pudo mover. Postrada pasó sus últimas semanas de vida, con la mirada perdida y la esperanza partida.

          La veterinaria tocó a la puerta. La conduje a donde ella estaba jadeante pero sin exclamar ninguna queja. Mi abuela esperaba afuera, presa del llanto. Yo llevé a mis sobrinos para que se despidieran, aunque luego me arrepentí, pues hubiera preferido que no vieran ese espectáculo macabro, pero la veterinaria no dio tiempo de nada. “Este es un tranquilizante para que ya no sufra”, dijo. Poco a poco se le desaceleró el ritmo cardiaco. “Esta ya es la definitiva”, apuntó. Una segunda aguja penetró su pata. Sus ojos se le saltaron, su boca se abrió y enseñó los colmillos. Al tiempo dejó escapar los remanentes de su ultima comida en forma de vomito. Los niños lloraban, mi abuela lloraba, al igual que yo. Los niños exclamaban su nombre, gritaban cosas ininteligibles y la perra parecía que quisiese voltear la cabeza para verlos por última vez, pero ya no tenia las fuerzas suficientes. Una tercera y última aguja la penetró para al poco tiempo suspirar su último aliento. Murió sin una queja, con sus ojos oscuros e impávidos, viéndome fijamente. Ni siquiera al sentir los estertores de muerte se quejó.

          Mi padre y yo cavamos su tumba en el patio de mis abuelos. Ahí quedan sus restos como guardianes eternos de la familia de la cual fue y seguirá siendo parte.

0 comentarios: