LA TORTURA

LA TORTURA* Photobucket
*Cuento autobiográfico

Al recostarme incliné la cabeza a la derecha como buscando una última oportunidad de escapar. Muy al contrario, solo vislumbré figuras mounstruosas, entes cornudos cual diablos infernales, con rostros cuadrados y desencajados. Algunos tenían aspecto triunfante, malévolo. Los más, denotaban en la faz tristeza y sufrimiento como si purgaran una condena. El que más llamó mi atención fue un mounstruo recostado, con la cabeza inclinada hacia atrás, y de gesto adusto y apesadumbrado. Sus ojos eran saltones y la mirada era fija. Por obvias razones me identifiqué con él.

Hallabáme ensimismado, admirado (o espantado) de ver tales entes cornudos, cuando de pronto entró en la habitación mi verdugo. – Como verás me gusta el arte –, me dijo. Lo noté desde antes, pues al entrar al recinto fui recibido por una escultura de madera que intentaba ser el torso de un hombre manco. Al igual, noté numerosas publicaciones cuyas portadas anunciaban las últimas manifestaciones artísticas de nuestra civilización. – Es mi verdadera vocación –, me aseguró. Eso no era de ninguna manera un buen augurio.

Mi castigador cerró la puerta de un portazo, y supe que había llegado mi hora. Lanzó una potente luz a mi rostro, para luego tomar dos utensilios que al momento me parecieron salidos de las bodegas de la Santa Inquisición. Los introdujo en mi boca y mi cuerpo se tensó al instante, mi mano izquierda tomó a la derecha, y mis ojos se hicieron saltones por la incertidumbre de no saber mi destino. Ahí estaba yo con la boca bien abierta cuando de pronto el verdugo tomó un aplicador de punta enrojecida como hierro ardiente. Primero sentí un cosquilleo, para luego no sentir nada más. El se apresuró a tomar otro instrumento de tortura. Por un momento di otro vistazo a esos seres torturados a mi derecha, y vi sus ojos saltones, firmes, moribundos. No sentí ninguna diferencia entre ellos y yo. Al sentir un pinchazo cerré mis parpados. Poco a poco la punta del instrumento se introducía más y más en mis carnes. Esto se mantuvo durante varios segundos los cuales parecieron horas. A los pocos minutos dejé de tener control sobre la mitad de mi rostro y ya no pude emitir sonido alguno. El instrumento de tortura cambió, pues ahora era un tubo con punta giratoria cuyo sonido hacia estremecer mis mas arraigadas fibras. El castigo no había ni siquiera empezado.

Así comenzó el verdadero sufrimiento. Si antes había tenido la intención de escapar, mi oportunidad se había esfumado. El taladro me golpeó una y otra vez sin misericordia. Me dolía inmensamente y no podía gritar, mientras mi cuerpo permanecía totalmente paralizado por el miedo. Era un martirio incesante el cual mi cuerpo no terminaba de dilucidar. Por un momento sentía un frió que quemaba, luego piquetes, miles de piquetes como si estuviera atrapado en la mitad de una colmena. Después fueron contracciones involuntarias de los músculos adyacentes al área de la tortura.

Después de mucho sufrir, de pronto el castigo cesó. De mi boca salió un lastimero suspiro que había estado contenido por largos minutos. Abrí los ojos y miré a mi verdugo observándome, como admirando su obra. Estaba ahí parado junto a mi sin decir nada. En su rostro se notaba una ansiedad por continuar el tormento. Era como un lobo hambriento, insaciable. – Aun no termino –, dijo. Al ver venir el castigo, de nuevo cerré los ojos con firmeza. El tormento continuó por segundos infinitos. Una, dos, miles de veces me perforó el instrumento con gran fuerza. Al final perdí la cuenta, pues mi cerebro en el afán primitivo por mitigar el dolor, hacía desfilar en mi mente imágenes apacibles y bellas. Con el mismo objetivo, traté de recitar una sarta de disparates que al momento hacían sentido con el fin de olvidar mi suplicio: – ¡No duele, no duele, no duele! –. Casi logré lo que solo los grandes maestros del espíritu logran: desconectar cuerpo y mente. De pronto un agudo dolor me trepanó el alma con fuerza descomunal, haciéndome volver de golpe a mi triste realidad. Nuevamente tomé conciencia de la lamentable situación en la que me encontraba, penosa y ardua agonía de la cual no podía defenderme.

Por gracias al Señor la tortura no continuó por mas tiempo. El sonido desquiciante de las muchas revoluciones por segundo del infernal aparato había cesado. Mi verdugo me dejó por fin en libertad. Con mucha fuerza me incorporé y caminé tambaleante hacia la puerta. Con un poco de agua enjuagué mi boca y escupí una mezcla de sangre con saliva reseca. Con el rostro aun dormido, di un último vistazo a esos seres cuyo destino había estado ligado al mío.

– ¿No te dolió, verdad? –, me preguntó mi captor al salir del recinto. Yo solo musité que no.

.