SOL DE TARDE




“Yo voy soñando caminos de la tarde
las colinas doradas, los verdes pinos
las polvorientas encinas....
¿Adónde el camino irá?
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
La tarde cayendo está...
La tarde cayendo está...”
 
Antonio Machado, "Yo Voy Soñando Caminos"

*Cuento autobiográfico

Habían dado las seis en punto de aquel atardecer de marzo. Con un libro de pasta amarilla como de pergamino en las manos, recitaba una letanía una y otra vez hasta que se quedaba impresa en mi mente. Desde Tenoch hasta Cuauhtémoc, uno por uno salían de mi boca como en procesión, desde el más antiguo hasta el más reciente, todos los tlatoanis aztecas. Sostenía el libro frente a mi tratando de leer, pero las palabras me eran ininteligibles. Sentía un extraño llamado, como una premonición que me impedía concentrarme. Volteaba a mi alrededor ansioso sin saber realmente lo que me sobresaltaba. Fastidiado, aventé el libro sobre el escritorio y miré a mi derecha por la ventana. El sol se empezaba a poner y al ver la escena respiré hondo tratando de calmarme. De pronto volvió a mi esa ansiedad loca y me levanté de la silla como impulsado por un resorte. Como un autómata, dirigí mis pasos hacia la puerta y la abrí de par en par. Al dar un paso fuera de la casa, mis ojos se posaron en un punto, pero sin poder identificarlo a plenitud. Aunque al principio no logré distinguirlo, poco a poco fui hallando el contorno de esa masa amorfa. Estaba ahí parado, debajo del carro de mi madre, pequeño, acechando los alrededores encubierto por las insipientes sombras del atardecer. También pude luego distinguir un pequeño fulgor, que como saeta circular se me clavaba en el cuerpo.

Había llegado sin ninguna antelación, callado y sigiloso, pero de ninguna manera tímido. Estaba fijo, sin moverse, agazapado. Pasados algunos segundos, de nuevo me veía sorprendido por un centelleante brillo, uno solo, que parpadeaba, pero no se extinguía. Me miraba con un único ojo y no lo apartaba de mí. Me acerqué viéndolo firmemente, sin embargo, el mantenía esa postura inquebrantable. Avanzando unos pasos más, pude notar también su figura maltrecha y fea, y sus pelos tan desornados que parecía un espantajo. Noté luego su lomo, flaco y sucio, y después sus patas llenas de tierra y chorreando sangre. De pronto, dio un paso al frente, y yo hice lo propio. Al hacer esto, un resplandor de luz le iluminó el rostro golpeado y arañado. En una cuenca ocular se observaba un rastro de sangre seca, convertida ya en costra. El rastro de sangre iba, como dije, desde la cuenca del ojo, y se extendía hasta la comisura de los labios. Volví mi mirada nuevamente al ojo, el cual ejercía una poderosa atracción en mi. Regresé dentro de la casa corriendo para tomar unas rodajas de jamón para el pobre infeliz. Al salir ahí estaba aún, como si me esperase, quieto, observando cada uno de mis movimientos. Me acerqué y puse las rodajas a unos pasos suyos y, hecho esto, dio un primer paso temeroso, pero mucha debía ser su hambre, pues acto seguido se desbocó sobre el alimento.

Por un tiempo no lo volví a ver por mi casa, pero pasados algunos días retornó. En ese segundo encuentro no fue una sola, sino dos centellas las que me clavaban firmemente la mirada. Noté que la sangre en el rostro aun estaba ahí, pero la herida del ojo había cerrado. Así me di cuenta de mi error, pues no era tuerto como creí en un principio. Me vio a los ojos con firmeza y sin interrupción, tal vez a manera de saludo. Esa tarde la pasó recostado en la banqueta y me di cuenta que había llegado para quedarse.

Con el paso del tiempo, poco a poco se fue generando más confianza entre nosotros. Ciertas veces acariciaba su lomo, aunque esto no le agradaba mucho. Mas bien, prefería quedarse sentado al lado mió, sobre la banqueta, viendo al horizonte con la mirada fija, como perdida. Dormía afuera, debajo de los autos, o en mi ventana. Pocas veces iba dentro de la casa, y cuando lo hacía se mostraba incomodo y nervioso. Pareciera sentirse atrapado, así que nunca lo forcé a entrar. Cada día, al llegar de la escuela me salía al paso. En algunas ocasiones notaba su ausencia. Se alejaba por días, a veces semanas, sin saber yo a donde. Después, cuando menos lo esperaba, aparecía de la nada, sucio, hambriento, golpeado y escurriendo sangre. Llegaba y me miraba, como siempre a los ojos, como si nada pasara, y yo lo recibía con gusto, con una palmada sobre la cabeza y mirándolo firmemente. Iba y venia a placer y yo me sentía incapaz de regañarle. Si estaba mal o bien su proceder, al fin y al cabo era la viva imagen de la libertad, algo universalmente irreprochable.

Las tardes eran por lo regular placenteras. Cada vez que yo llegaba a la casa de la escuela, me sentaba frente a mi escritorio y ahí permanecía horas enteras. El hacia lo mismo, pero por fuera de la casa, en la ventana que me quedaba a un lado, como si me hiciera compañía. Le gustaba recostarse y clavar la mirada cansada en un punto en el infinito. De vez en cuando dejaba los libros y golpeaba con un dedo la ventana para hacerle saber que estaba aún ahí. El solo giraba la cabeza y me veía a los ojos. Luego los cerraba y los volvía a abrir para enfrascarse de nuevo en Dios sabrá que pensamientos. Así pasaron muchas tardes de muchos años en las que siempre se repitió la misma escena. Tan acostumbrado estaba yo a él como él a mí. Su figura formaba ya parte del paisaje y yo no concebía la vida sin el.

Al cumplir la mayoría de edad y llegado el momento de cursar estudios universitarios, tuve que mudarme de casa por necesidad. Obviamente, ambos resentimos el cambio, el alejamiento. Yo volvía los fines de semana al hogar. Me bastaba un silbido para que el supiera que había llegado, y como bólido salía de la nada. Se acercaba a mi, como lo hacía antes, y me miraba a los ojos. Me recibía contento, como si nada pasara, como si no estuviéramos alejados uno del otro, pues el era, antes que nada, un amante de la libertad.

Con el pasar de los años su andar se hizo más lento, y sus ausencias del hogar eran cada vez menos. Su pelo ya carecía de brillo y parecía encanecer. Cada vez que yo volvía, nos sentábamos en la banqueta, al atardecer, como si ambos presintiéramos lo que estaba por venir. Fue un día jueves, un funesto 26 de marzo cuando lo supe. Estacioné mi carro y él no apareció por ningún lado. Trepidante entré al hogar y al preguntarle a mi madre, esta me dio la noticia: se quedó dormido y ya no despertó. Aunque ya lo sospechaba, me negaba a creerlo. Gruesas lágrimas empezaron a brotar de mis ojos sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Salí de mi casa sin saber a donde. Casi me tropecé al tratar de abrir la puerta de golpe. Caminé por la cuadra como un loco tratando de encontrarlo, pero sabía que no lo haría. Lo llamé, murmurando, chiflando bajito, pero esta vez no hubo respuesta. Ahí estaban aun, pero ya desolados, el rincón donde dormía, los rasguños en el tronco del árbol, la ventana donde se recostó tantas veces. Cada una de estas imágenes hacían que mi corazón latiera a un ritmo vertiginoso, mientras mi rostro se inundaba aún más de lágrimas. Más calmado, volví dentro de la casa y me senté en mi silla, frente a mi escritorio al lado de la ventana. Fue entonces cuando recordé haber estado sentado ahí mismo, seis años atrás, el día en que llegó. En ese momento empezaba a colarse por mi ventana la luz del atardecer. Al voltear a ver el reloj, este marcaba las seis en punto.

Total que mas me da, si al fin y al cabo, no era más que un gato...

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